Del exterior al interior. La mirada del artista paleolítico
Durante milenios los artistas paleolíticos han observado su entorno, el medio natural donde vivía. Su mirada se impregnó de figuras de animales, de sus detalles, de su majestuosidad. El medio circundante les sirvió de inspiración. Los animales mayoritariamente representados fueron escrupulosamente observados y estudiados en todas sus facetas: anatómica, gestual, conductual, etc. Trasladaron aquel conocimiento a las paredes de las cuevas y a los pequeños objetos para expresar sus ideas, sus mitos y relatos.
Estas representaciones son parte de un proceso creativo donde el objeto representado, el artista y su mirada forman parte. Las imágenes reflejadas, como señalaba John Berger, buscan evocar algo ausente sobreviviendo en el tiempo al mero objeto representado. Trascienden y van más allá de aquello que veían y vemos. Se cargan de significado siendo asumidas e interiorizadas por todo un grupo social convirtiéndose en un sistema de comunicación. Son la expresión visual de un colectivo humano, que las reconoce y en las que se reconoce, conteniendo un universo simbólico formado por ideas, relatos, valores o identidades sociales. Podemos asumir que aquellos animales o signos pintados y grabados eran parte de un conjunto de mitos que explicaban su mundo llenándolo de certezas, pero también de inquietudes. A través de ellos transmitirían su conocimiento y organizarían sus relaciones o comportamientos sociales. Sería la manera según la cual comprenderían o intentarían entender su entorno. Indudablemente éste no sería inmutable, a lo largo de los milenios los grupos de cazadores-recolectores asistirían a profundas transformaciones del medio que causarían crisis existenciales y la redefinición de sus ideas provocando nuevos mitos que les ayudasen a interpretar la cadena de acontecimientos. Conllevaría, sin duda, la aparición de nuevas iconografías o la reformulación y la readaptación, en cuanto al significado, de las existentes. Es decir, no podemos ver estas representaciones como algo único y estático.
Su capacidad de contemplación, de percepción, de abstracción y la maestría plástica con la que trataron parte de la zoocenosis del pleistoceno no deja de sorprendernos: caballos, uros, bisontes, ciervas, cabras, ciervos o caballos. Cómo seleccionaron aquel bestiario y lo trasladaron al complejo lienzo de las paredes de las grutas y a soportes más pequeños y cotidianos de hueso o piedra. Cómo jugaron con aquel espacio interior y la asociación de figuras de animales y signos, incluso representando auténticas escenas. En muchos casos aplicarían fórmulas abstractas y metonímicas. Es el caso de la imagen de la mujer expresada por sus órganos sexuales, ese todo representado por la parte y escondido en ciertos espacios de las cuevas. No deja de ser un rasgo más de un complejo pensamiento que se nos escapa.
Desconocemos el significado de todo este gran repertorio iconográfico pero si podemos pensar que una buena parte de su universo mental giraba en torno a la naturaleza de la que vivían y en la que se integraban. Ese universo configuraría su cultura visual. Algo ha llegado hasta nosotros después de milenios. De alguna manera nosotros nos vemos reflejados en aquella, nos reconocemos y nos emocionamos, tal como les ocurrió a ellos, al contemplar la majestuosidad de un ciervo, el nervioso movimiento de una cierva, la elasticidad de un caballo, la potencia del uro o el bisonte. Toda esa capacidad de aprehensión, emoción, abstracción y habilidad artística nos hizo humanos. El día que deje de ocurrir dejaremos de serlo.
La exposición nos quiere mostrar esa relación entre el hombre paleolítico y su entorno, cómo seleccionaron diferentes animales y los observaron hasta el mínimo detalle para, posteriormente, pintarlos o grabarlos. Nosotros hemos rehecho parte del camino. No contamos, en la actualidad, con todos los individuos del bestiario reflejado en las cuevas, pero sí hemos encontrado en diferentes medios naturales algunos buenos sustitutos. Hemos observado sus rasgos y comportamientos comparándolos y asimilándolos con diferentes representaciones paleolíticas. Ello hasta reflejar ese instante decisivo que nos otorga la fotografía. Nos hemos encontrado con los renos enfrentados de Tito Bustillo, el gran reno atento del panel principal de esta cueva o de la plaqueta de Las Caldas, las parejas de bisontes de la Covaciella, el gesto del bóvido parado representado en un colgante de Las Caldas o pintado en el Gran Techo de Altamira, la gracilidad de las ciervas grabadas en Llonín o pintadas y grabadas en Les Pedroses, el detalle de su cabeza expresado en las escápulas grabadas del Juyo y Altamira, los caballos pintados de Tito Bustillo o la caballada de la plaqueta de La Paloma. Pero el interior de las cuevas alberga otras imágenes más inquietantes. Son esas representaciones abstractas que identificamos como signos, algunos reconocibles parcialmente como una mano, una digitación o una vulva como referente femenino; otros más complejos como los grandes claviformes de la cueva de L'Tebellín, figuras simbólicas que pudieron jugar un rol como marcadores territoriales. Cuevas como La Lloseta nos llevan a pensar en la existencia de un auténtico programa iconográfico dominado por ese mundo sígnico.
Finalmente, el recorrido propuesto en esta muestra fotográfica ha pretendido hacernos ver la capacidad de observación del artista paleolítico captando formas, expresiones o gestos que no serían, a sus ojos, detalles baladíes. Por el contrario, debemos interpretarlos como parte fundamental de la representación y su significado. Esta forma de ver nos permite reflexionar con más detenimiento sobre la pluralidad de interpretaciones que podrían tener cada una de las imágenes de ese bestiario y elenco de signos. Nos abre, sin duda, el enfoque de la investigación contemplando un mundo iconográfico mucho más amplio y profundo de lo que habíamos supuesto. El estudio de la zoocenosis y de la etología puede señalarnos nuevos caminos en los trabajos sobre el arte paleolítico.